Seguramente, algunos de vosotros, queridos colegas del sufrido swing, habréis tenido la fortuna de jugar alguna vez en la verde Irlanda. Yo también. Nada comparable a los verdes campos irlandeses. Que bella estampa la de las calles de Dublin, con esa Molly Malone, “La golfa del carro”, como se la conoce popularmente. ¿Jugaría al golf Molly? Seguramente no, pero tiene cosas en común con esos encantadores links irlandeses pegaditos al mar: el carro, los mejillones… en fin. Vayamos al turrón.
Mi excelsa experiencia irlandesa fue realmente memorable. Jugaba yo como “reserva”, esto es, supliendo la ausencia de Matías -Prats, claro-, ganador del torneo de España, al que el Telediario no le daba permiso para visitar a Molly. Afortunadamente, mi compañera de partido era una donostiarra de handicap bajito que compensaba mis rabazos.
Como contrarios nos tocaron en suerte un par de australianos entraditos en años y en bogeys. Sabían más de trampas que los de Humor Amarillo. Tanto es así que, ante mi mosqueo, tras cuatro hoyos salvados con supuestos bogeys, cuando aquellos dos marsupiales del golf habían dado más golpes en la calle que Van Damme en un telefilme de chinos, en el recuento, y con la tarjeta en la mano, pregunté caballerosamente: ¿Cuántos? El más viejo dijo: “four”. Este jeta antípodo había contratado a un jovencito irlandés como caddy. El chaval, pelirrojo y pecoso, pero honrado, ante el evidente tono de duda a mi incrédulo ¿cuatro? O sea, ¿four? Puso cara de incendio y soltó un “foif”, así como suena, que me pareció la forma más virtuosa de decir “cinco”. Yo creo que habían sido seis, pero… sean cinco.
Naturalmente no fueron los “aussies” lo peor de aquella mañana. En el encantador link, a la verita de la playa, reinaba una brisa que ríete tú del Catrina. En el raf (rough en australiano), no había cocodrilos porque el frío los hubiera convertido en pirulís de menta, pero había unos hierbajos de medio metro que, amorosamente recostaditos por la ‘suave brisa’, eran una trampa mortal. Claro que la cosa no hubiera tenido importancia si no fuera porque de 18 calles, apenas conseguí tres desde el tee. Total, los canguros del golf quitándose golpes; la donostiarra cabreada por mis “certeros” drivers y este forrabolas metido en el raf hasta las cachas… ya se pueden imaginar. Una delicia.
Bueno, finalmente, el sonrojo del caddy impidió que aquellos caimanes siguieran robando puntos; la donostiarra, recta como una vela, sumaba en cada hoyo. Así que, a pesar de mis dobles y triples bogeys, la cosa se salvó con honor. Como digo, una delicia.
La cerveza era buena, eso sí.