En uno de mis últimos partidos tuve la poca fortuna de encontrarme con uno de esos jugadores que son la desgracia y el oprobio de este deporte, un tramposo. Por si al gachó le faltara un adorno, encima, periodista.
Y es que, en estas ocasiones, recordarás la anécdota del pobre caddy de Irlanda que tuvo que confesar, ardiendo de sonrojo, que eran cinco y no cuatro los golpes de su patrocinado, digo que en estas ocasiones no sabe uno que hacer. Y no lo sabe porque, pobre hombre, él es aún más forrabolas que uno mismo y, claro, por una parte, piensas: “este cabrito -quiero decir de los ya creciditos- se apunta uno o dos golpes menos en cada hoyo. Pero, por otra: “pero si en vez de ocho, en un par tres, se apunta siete, ¡qué diablos! Allá él y su conciencia.
En estas andaba el partido. El gacho, yéndose no ya al raf, sino a los mismísimos dominios de Tarzán, sudando la gota gorda para poner la bola de nuevo en juego y todo el mundo mirándose y murmurando por lo banjini: “este cabrito”.
Finalmente, después de haber comentado con otro compañero las andanzas del pícaro, lo habíamos dejado correr porque nos apuraba más a nosotros llamarle la atención que dejar que siguiera sumando sietes allá donde debería de haber nueves.
Pero, hete aquí que el destino nos habría de deparar una pequeña y acaso simbólica compensación. Jugando el hoyo 18, aliviados ya por estar cerca la liberación de aquella tortura psicológica, mira por donde, nuestro colega el restador, estaba jugando bastante bien el hoyo.
A punto de dar su quinto golpe para entrar en green -era un par cuatro- estaba puesto lindamente a la bola cuando, de pronto, un espectador, o eso creíamos, que observaba sus maniobras desde una pequeña colina del borde de calle, se apeó de su atalaya y dirigiéndose rápidamente hacia su posición le advirtió: “tiene usted dos golpes de penalidad”. El tipo lo miraba incrédulo y aún se atrevió a preguntar: “¿por qué? Muy fácil, ha movido usted la bola para reconocerla en un lugar en el que no se puede tocar la bola: un golpe. Luego, al ponerse a la bola ha apoyado el palo en el suelo dentro de un obstáculo donde no se puede apoyar el palo: otro golpe.
El pobre fulano no salía de su asombro. ¿Y usted quién es, la preguntó en un último intento de librarse de la sanción? Soy el director del club y uno de los árbitros del torneo.
Cinco y dos siete y tres… diez, dijo mi querido y tramposo compañero después de embocar. Tres, fueron las sonrisas que se abrieron sobre el green del 18.