Este deporte no es ningún juego. Vosotros, queridos sufridores del swing me entenderéis. Es cosa seria. Aquí, el que no se concentra no pasa la mar y, si se descuida, ni siquiera el tee de señoras. ¿O es que ninguno de ustedes se ha pagado unas birritas tras una salida en falso? Pues eso.
Pero, no nos engañemos, este deporte es apasionante. El desafío constante del puñetero campo, bendito, hermoso campo, maldito campo… es uno de los grandes alicientes. Ese también es uno de sus inconmensurables atractivos. Y eso que todavía no he mencionado a mi querido raf.
Lo dicho es apasionante porque, después de una salida de perros; después de dar unos cuantos rabazos; después de no encontrar el “feeling”, y ustedes perdonen este anglicismo, pero en un deporte inventado en las islas británicas es casi, casi inevitable. Como digo, después de no encontrar ninguna sensación positiva, de pronto, ¡zas! inopinadamente, increíblemente, aparece el golpe. Sí, ese que justo en el momento en la que la cabeza del palo impacta con la bola. En ese preciso instante, uno ya lo sabe. El golpe es neto, suena a acero, a balata, a música celestial. No hace falta mirar, uno ya sabe. Lo ha sentido en las manos. Esa bola se eleva redonda, veloz, elíptica, derecha como un trazo de láser. Uno la ve y no lo cree. No existe el raf, no hace falta la calle, ese bombón, aterriza con un “toc” que suena como un beso y sueña con el hoyo.
Lamentablemente, todo eso dura apenas unos segundos durante el vuelo y en ese blando impacto en el objetivo. Esos segundos se prolongan deliciosamente a cada paso que damos para alcanzar el green que, en ese momento, es para nosotros el Edén. Y hasta ahí dura el gozo. Porque después, queridos compañeros de dudas y temblores: la bola esta muy bien, sí, pero le falta un metro y ochenta y dos centímetros, la altura de un hombre, para alcanzar su objetivo. Y ahí estamos nosotros, escudriñando fieramente el que hace unos segundos era suave terciopelo verde. Ese, ahora, rudo herbazal lleno de trampas, de sinuosas curvas, de caídas invisibles. Ese trazo inacabable de ciento ochenta y dos centímetros con sus mil ochocientos veinticinco milímetros. Ese camino de la sima que entonces se nos antoja un ojal en la inmensa chaqueta verde de aquel campo.
Pero como los dioses del Olimpo a veces se muestran magnánimos, después de tanta duda, de traicioneros temblores, de mil y una miradas escudriñando ese venenoso camino vegetal, la bola rueda mansa, increíblemente no se mueve, no cambia de dirección, no se encuentra ninguna piedrecilla e, incomprensiblemente, sí, incomprensiblemente, se desploma en el