Opinión

De caddie

Después de veinticinco años jugando al golf, bien podría declararme autor de un chiste de golf, sino fuera porque se trata de una anécdota real, tan real como el segundo apellido del juez de jueces.
Bien, pues hace mas de ese cuarto de siglo de práctica de golf, un buen amigo jacetano de pro y colega de muchas cosas me comentó que aquel año se pensaba presentar al Campeonato de Golf de arquitectos de España que se jugaba en el Club de Campo Villa de Madrid.
Debo confesar que para entonces, con mis cuarenta y cinco años en el cuerpo, ya me empezaba a interesar por encontrar un repuesto para mi tenis crepuscular, de modo que me ofrecí voluntario para hacerle de “caddie”, en el sentido de acarreador de palos, no de otra cosa, por supuesto.
Aquella deliciosa mañana del mes de Mayo, tras discutir en el cuarto de palos con “mi jugador” acerca de la conveniencia de incluir el “driver” entre los utensilios de su bolsa, me encaminé al tee del hoyo 10, inicio de nuestra vuelta, tirando del carrito.
Una vez recogida la tarjeta y un lápiz minúsculo (que llamó mi atención por lo que suponía de tacañez en un colectivo reputado de cierto desahogo económico) oteé el horizonte en busca de mas personal ya que entendía que Pepe (mi amigo) y yo no podíamos ser los únicos habitantes del “lugar de salida”, o de lo contrario ¿quién se podría creer el resultado final entregado?.
Al cabo de unos minutos apareció tirando de su carro un señor bajito, de mediana edad, quien al verme se dirigió a mí con la mano extendida:
–          ¡Que tal, vamos a ser de la partida! – dijo con una sonrisa.
–          No, respondí, yo vengo de caddie.
–          ¡Ah, muy bien, yo también – respondió él.
Pasados unos minutos, apareció otro individuo, alto, delgado, con el pelo encanecido (¿del golf?, ¿de la vida?).
–          ¡Buenos días!, dijo, con esa sonrisa que tienen los golfistas antes de comenzar una vuelta de la que aún esperan algo.
–          Este debe ser el jugador del señor bajito, me dije para mis adentros, aunque no sé, también tira de un carro repleto de palos.
El jugador alto, tras explicarnos que estaba convaleciente de una operación de hombro, que no sabía como iba a ir la cosa y que esperaba arrearle bien a la bola o por lo menos no matar a nadie, pinchó la bola, hizo varios movimientos que yo interpreté mas bien como espasmos fruto de su operación y finalmente la envió a unos 125 metros del tee.
Mi amigo Pepe, desarrolló con el “driver” algunos amagos previos similares, exorcismos que no debieron resultarle suficientemente satisfactorios, por lo que (con mi oposición) tomó la madera tres, para finalmente (tras mi decidida opción por el palo anterior) arrearle un estacazo a la bola con la madera uno, bola que adquirió una trayectoria tan poco tranquilizadora que me hizo pensar que mi confianza en ese palo era absolutamente injustificada.
Lo mejor llegó cuando el señor bajito y moreno, colocó su bola en el tee, tomó una madera cinco y tras dos titubeantes simulacros de swing, le atizó a la bola con todas sus fuerzas. Lo de menos fue el resultado, lo divertido fue cuando le dije asombrado:
–          Pero tu, ¿no venías de caddie?.
–          De allí vengo, de “Cai”, de la mismita “tasita de plata”.
El lector puede pensar lo que quiera, pero este servidor jura, y mi amigo Pepe Yzuel lo puede atestiguar, que las cosas sucedieron como las he contado.
Aquel interminable día sucedieron mas cosas, pero forman parte del secreto de sumario y a mí me ayudaron (Dios sabrá por qué) a decidirme a abrazar la imposible causa del golf.

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